lunes, enero 27, 2014

Por todos los desconocidos que lloraremos

Tengo en uno de mis viejos diarios los nombres de todos los niños y muchachos por los que lloré, por lo menos hasta los 18 años. A todos los conocí poco o no los conocí, pero todas las lágrimas fueron legítimo llanto de amor y de corazón roto, de peligro de muerte.

Lloré cuando mi amor platónico de la adolescencia se casó en una kermés con su novia de la escuela. Para entonces lo único que conocía de él era su nombre.

Lloré cuando en el día del niño de 1991 Erik le dijo al niño feo ese cuyo nombre no recuerdo que yo no le gustaba. Luego me hiperventilé y terminé confesándole a un doctor que toda mi crisis era culpa de la indiferencia de Erik, mi compañero en 2º C.

Nadie puede discutir la validez de esas lágrimas porque salieron por puro y genuino sufrimiento, aunque esos niños y muchachos ni se hayan enterado, en el peor de los casos, de mi existencia.

En términos formales nada me dejaron, más que episodios fantasiosos frente al espejo donde practicaba conversaciones de diferente naturaleza: la primera vez que hablaríamos, la ocasión en la que me pedirían que fuera su novia, el primer beso, y un largo etcétera de cursiladas que mantenían mi enamoramiento fuerte y macizo como cemento seco.

También lloré cuando supe de la muerte de Luis Carlos Santiago, un fotógrafo que estaba haciendo prácticas profesionales en El Diario de Juárez y fue baleado en el estacionamiento de un centro comercial. De él no conocí ni su rostro. Tiempo después, el papá del amigo con el que iba cuando lo asesinaron me habló en una entrevista de él. Y le volví a llorar.

Hoy que murió José Emilio Pacheco volví a pensar en que Fernando del Paso ya está muy viejito y enfermo y me dieron ganas de llorar. No le conozco más que sus libros, y su muerte, si es que llega a pasar antes que la mía, no cambiará el hecho de que Palinuro de México lleva casi 40 años escrito. A estas alturas, en lo que a mí concierne, la existencia de ese señor desconocido debería ser irrelevante, pero no lo es aunque no esté escribiendo nada que me cambie la vida.

El cariño infundado o la empatía que siento por el desconocido me hace el nudo en la garganta. Me pregunto si alguien ajeno llorará por mí, aunque no me sepa de cierto.





miércoles, enero 22, 2014

Prosopagnosia inversa o de cómo parece que siempre estoy fuera de foco


Lo confirmé cuando el barbón ese me dijo que tenía la impresión de conocerme pero no sabía de dónde. Yo recordaba bien su beso insípido, el olor de su barba y hasta las tontas descripciones de sus tatuajes. Yo tengo buena memoria, olvidadizo lector.

Ni siquiera me sentí humillada, porque nadie puede avergonzarse de una condición médica. Padezco prosopagnosia, esa enfermedad que impide reconocer rostros, pero en mi caso es inversa: es mi rostro el impedido para el reconocimiento, o algo así.

Es como si tuviera el aura miope, como si me moviera envuelta en el vapor de un sauna, como si estuviera siempre entre ventanales empañados y sólo pudiera verse desde afuera una silueta menuda con peluca grande.

Ya antes había convivido con incontables "no te reconocí", "no te había visto", "¿eras tú?", y sin saber de mi condición me había sentido indignada por la grosería de mis interlocutores. Pero qué culpa tenían ellos de reaccionar naturalmente ante la extraña versión de mi padecimiento.