Antes de verla recién salida de mi cuerpo, la imaginación no me había dado para visualizar un bosquejo de su cara. A lo más que llegaba era a imaginar una miniatura de mí misma, una versión pequeña de mis ojos, mi piel y mi pelo, una invocación a mi propia niñez. Jamás, a una persona independiente. Tal vez por eso cuando comenzamos a convivir sin la intermediación del hospital no lograba hacerme a la idea de que ese animalito desconocido era mi hija.
Hasta la fecha no logro nombrarla hija, aunque ya la amo con un amor casi tangible, masticable. Al principio el amor era un concepto. Algo pensado más que sentido. Aunque sí sentía la parte angustiante de amar a otra persona: el miedo a perderla. Y por eso no podía cerrar los ojos, mirar a otro sitio, a otra cosa que no fuera ella, por si dejaba de respirar, por si se asfixiaba con su vómito, por si cualquier cosa pequeña se asomaba, cínica, perversa, para provocarle la muerte.
Meses antes de que naciera, cuando todavía no alcanzaba el tamaño de un feto que abulta el vientre, escribí la lista de los nombres que me gustaban para él o para ella. Si era mujer se llamaría Eloísa, o no, mejor Oriana, Juliana, Julia, Antonia, Carmina. Si era hombre se llamaría Tristán, Valentín o Sebastián. Quería que fuera mujer, pero sabía que era hombre. Estaba segura. Y como hombre imaginaba a un niño moreno, menudo, de ojos grandes y pelo lacio. Imaginaba a Tristán, porque sabía en el fondo que así se llamaría. Lo imaginaba grande, llevando del brazo a su mamá encorvada y canosa, a mí, jorobada y huesuda. Y el pecho se me calmaba porque sabía que el mundo sería hecho, más o menos, a la medida de él.
En el ultrasonido de la semana 14, la doctora me dijo que era mujer. Que estaba 99 por ciento segura de que era mujer. Tristán sería Eloísa, Carmina, Julia u Oriana. Aimée. Aimée como la villana de aquella telenovela que había visto de niña en los años 90. La actriz era mucho más bonita que la protagonista, el personaje era mucho más interesante. Aimée como Aidé, el nombre de mi madre. ¿Qué quería decir Aimée? Amada, indicaba el traductor de Google. Emé pronunció en francés la voz de la inteligencia artificial. Ai-mé pronuncié yo en voz alta. Amada. Era ella. Era Aimée.
Aimée tendría que sobrevivir siendo mujer, como yo, como mi madre. La angustia me hormigueó el cuerpo. Tendría que ponerle un chip para saber su paradero siempre, acompañarla a todos lados para que no la robaran, dormir con ella hasta que fuera grande, meterla a clases de karate para que aprendiera a pelear, susurrarle siempre que el mundo no nos quiere, que ser mujer es vivir en una guerrilla permanente. Nada de lo que existe fue hecho para nosotras. Tendría que enseñarle a crear su mundo a la medida.
Mijita, le digo con incomodidad. Estoy a punto de cumplir 40 años, pero me siento muy joven para ser la madre de alguien. Mi niñita, le digo contundentemente; no mames, wey, refunfuño cuando me exaspero porque escupe el biberón y grita en su lenguaje de bebé lleno de babá y leche escurrida que no quiere comer. Es mi hija, se hizo en mis entrañas, me abrieron para que saliera al mundo y le limpiaron mi sangre y el líquido amniótico que yo hice con mis células. No entiendo por qué me cuesta tanto trabajo decirle hija, sentirla hija. Debe ser que convertirse en madre es un proceso larguísimo que dura mucho más de los nueve meses de gestación. ¿Cuánto durará en mi caso? ¿Dos años? ¿Veinte? ¿Habrá algún evento que me haga sentir madre de un momento a otro, como la primera fiebre? ¿O será un proceso tan sutil que simplemente una madrugada abriré los ojos de un sueño y adormilada pensaré “ojalá no despierte a mi hijita”. ¿Cuánto tiempo después de ejercer la maternidad diariamente, una se siente, por fin, madre?
Aimée duerme a mi lado. Yo la observo muy a mi pesar. Preferiría estar profundamente dormida, pero dormir con ella es estar en alerta permanente. Nunca volveré a dormir profundamente. Nunca volveré a estar tranquila. Duerme ruidosamente, vocaliza, gruñe, ríe, se contorsiona, da manotazos, todo dormida. No la contiene ni el saquito de dormir en la que la metí, un capullito de algodón que la deja como una larva cachetona que lucha por liberarse. Ya no es una recién nacida y he leído que ya no debo encerrarle los brazos al dormir, pero privilegio mi comodidad, aunque sea ínfima. Quiero dormir un poco y para lograrlo, Aimée necesita estar aprisionada, inmóvil. Debo evitar cualquier riesgo de que se despierte.
Cómo la aprisionaré cuando quiera vivir su vida lejos de mí, cuando no mida los riesgos mortales de salir de fiesta que yo ya conozco, cuando me odie por haberla obligado a vivir esta vida, yo más que nadie, porque la traje con reproducción asistida, ciencia, dinero, capricho y semen donado.
Aimée huele a vómito y caldo de pollo, siempre tiene algo mojado, siempre con el pelo pegostioso. Aimée no quiere comer; Aimée no sabe pujar para hacer popó; Aimée duerme ruidosa, incontenible, amada.
***
Es la tercera vez que repito la canción. Me imagino bailándola mientras cargo a mi bebé. Creo que es una canción de amor romántico, creo que la letra habla de una pareja a punto de casarse, no estoy segura. Desde hace varios meses cualquier canción de amor me remite a mi bebé.
Durante el alto volteo a verla en su sillita del coche, le digo que la amo. Aimée me contesta “va”. De las poquitas palabras que ya dice, va es una de sus preferidas. La usa para decir sí, pero también para decir cualquier cosa.
Mi bebé me mira y me sonríe. Mi bebé. Lo digo en voz alta.
“PPP” se llama la canción que no sé bien de qué va. La escuchaba mucho cuando estaba intentando embarazarme. Cada que la escuchaba me imaginaba sobándome con ternura una panzota de varios meses de embarazo. La imagen me inundaba el cuerpo de tristeza.
Viví seis intentos, uno tras otro, en un periodo de un año. Me morí en todos ellos. Seis veces me eché tierra en el panteón y me lloré a gritos mientras me enterraba. Cinco veces me reviví a punta de fantasías y futurizaciones de una maternidad soñada, de completud, de amor incondicional. Puras razones que ahora tildo de equivocadas para convertirse en mamá. La última me quedé medio loca, insomne, rota desde la célula más chiquita, incapaz de sentir otra cosa que no fuera angustia y dolor.
Algo de ese abismo se me quedó trabado en el cuerpo. O más que trabado, tal vez calcificado; hecho un nuevo hueso entre las costillas y la pelvis, imposible de sacar, imposible de romper. Vibra con algunos estímulos, como canciones que escuchaba cuando lo único que quería era quedar embarazada para poder ser madre, para sentir amor infinito, para no estar sola, para sentirme con un propósito, para ser mamá porque siempre me imaginé siendo mamá.
No sabía que mucho de eso no iba a suceder cuando por fin lograra parir a un ser humano. Ni siquiera iba a poder dejar de sentir el dolor de no lograr embarazarme. No sabía que ser mamá se trataba de quién sabe qué con respecto a mí y de todo con respecto a Aimée y mantenerla viva, hacerla sentir amada, alejar todo peligro, mal de ojo, enfermedad, y luego rendirse al cansancio y al arrepentimiento.
¿Por qué quería ser mamá? No me siento completa, a veces ni siquiera me siento amada, sobre todo cuando la recojo de la guardería y llora porque no quiere dejar a su maestra. Quiero dormir, quiero coger, quiero estar sola.
“PPP” me remueve ese dolor calcificado. Miro a Aimée, mi bebé de año y medio, en un alto. Le pregunto quién es el amor de mis amores. Se toca la panza a manera de respuesta. Sabe que es ella. Sabe que la amo. Sabe qué es el amor.
Aimée, me morí seis veces antes de conocerte. Ahora vivo con una angustia perenne por permanecer viva para verte crecer. No voy a voltear a verte mientras manejo porque nos tengo que mantener vivas, pero te amo.