martes, noviembre 06, 2012

Siempre quise ser muy bella



El siguiente texto lo publicaron en el número dedicado a Guapos de la revista PICNIC. Lo hice con fragmentos de entradas que ya existían en mi blog y cositas nuevas. La ilustración es de Ann Ernandez y es una belleza.
 
Siempre he sido una envidiosa discreta porque me enseñaron que la envidia no es cosa sana. Entonces, cada que me encuentro con alguna bonitilla joven y talentosa, me hago como la complacida; como si fuera empatía la que me gana y no la envidia. A veces, en mis mejores momentos, me hago como la indiferente buena ondita.
Con los años la intensidad de la envidia crece, así como el cinismo. Será porque también me enseñaron que no todas las guapas son bonitas, pero todas las bonitas sí son guapas.
A mí algunas veces me dicen guapa, pero nunca, bonita.

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Cuando Palinuro llegó a la casa, era un gato lleno de pulgas y con apariencia de rata. En su carnet, un veterinario escribió que era de raza “doméstica mexicana”. Un gato callejero, pues.
Una amiga preguntó por qué no había escogido a un güerito de la camada, a uno más bonito.
Apenas podía sostener su cabeza, y sospecho que era medio ciego y medio sordo. Lloraba todo el día y ni sabía decir miau. Mantenerlo vivo fue un milagro que requirió alimentarlo cada cuatro horas con biberón, y sobadas en los genitales con algodón húmedo para que pudiera orinar y defecar. Fue a dar al hospital  deshidratado, hipotérmico y con depresión. Pero sobrevivió.
Comenzó a crecer y a tomar forma de gato. Su pelaje gris nunca se oscureció como me lo habían prometido. Palinuro seguía luciendo tan común como cualquier gato vagabundo de ciudad, pero había costado tanto trabajo mantenerlo vivo que hasta lo veíamos guapo. Ayudaba que no fuera un gato arisco y tímido. Nunca pelaba los dientes, a pesar de traernos a punta de mordidas y arañazos.
“Palinuro no es un gato bonito, pero llama la atención. Tiene personalidad”, dijo alguna vez la amiga que en un principio me preguntó por qué no había recogido a alguno más bonito de la camada.
“Es lo que me decía mi mamá cuando era chiquita”, le contesté. “Que no era bonita, pero que llamaba la atención”. Era su manera de prometerme que, cuando fuera grande y conociera gente que se fijara “en mi interior”, encontraría el amor.
Palinuro nunca encontrará el amor porque será esterilizado cuando cumpla el año.

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La asimetría le gana a mis buenas intenciones, y aun así, paso los días sonriendo como babosa. Mis caderitas de adolescente de bigotito incierto y estéril obsesión por el tamaño de su pene, me dicen que no estoy hecha para la maternidad, y aun así ya tengo el nombre de un hipotético retoño.
Casi siempre ando de buenas y a veces hasta me olvido de preocuparme por ser un macho omega y no uno alfa (porque ya expuse en el párrafo anterior la imposibilidad de ser hembra) y estar destinada al fracaso en eso de la selección natural.
Gracias a dos chick flicks aprendí que mi historia temprana, llena de bullying escolar y amores platónicos, me hizo una mujer con mucha personalidad. Me creció como no me crecieron los senos. Me creció mientras nadie me quería ligar. Me creció en lugar de ese estirón que me prometieron a los ocho años. Me creció hasta el piso y más allá como cabellera de Rapunzel.
Ahora puedo conversar y hasta hago chistes.
No he encontrado el amor como prometió mi madre.

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Desde que recuerdo he vivido con este prejuicio en la cabeza: siempre quise ser muy bella para no tener que trabajar. O tendría que reformular el deseo: siempre quise ser muy bella para no tener que esforzarme de más.
Cuando fui a entrevistar a ese grupo de muchachas, todas muy bonitas y muy esbeltas con cabellos sanos y cutis tersos, llegué decidida a descargar mi antipatía con preguntas complicadas.
(Me avergüenza ser presa del resentimiento social con tanta facilidad).
Pudieron más sus buenas maneras y su calidez genuina. Las amé con rencor, como se ama a una madre sobreprotectora y dominante. Ellas fueron tan buenas personas que me sentí el personaje antagónico que envidia la belleza y la virtud de la protagonista virginal de cualquier telenovela mexicana.
Para justificar mi vergonzante envidia y la ardorosa culpa que generaba, pensé que ellas eran buenas personas por bonitas: “no hay razón para ser cínico si la vida te trata bien”, me dije.
Me voy a ir al infierno de los que a veces son guapos, cuando se saben arreglar.

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Evelyn era muy bella y era novia de Aldrin. Aldrin tenía los ojos chiquitos y barros en las mejillas. Aldrin terminó con Evelyn cuando tenían 16 años. Me hice novia de Aldrin porque había sido novio de Evelyn. Amor por asociación.

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No me gustan las mujeres, no sexualmente. No me gustaría tocarle los senos a otra y no ser yo la que los irguiera orgullosa porque alguien más los ve con lascivia y asombro, aunque sean más bien chicos y sin gracia.
Pero hubiera sido un hombre ejemplar. Creo que ya soy casi un hombre ejemplar, de esos atormentados por la belleza femenina y el amor didáctico, al estilo Horacio Oliveira de Rayuela.
Me sobra el gusto por el vodka con jugo dulzón y me falta una barba rasposa, un pene de medianas dimensiones y un montón de erudición fantoche que me haría atractivísimo. Me sobran personajes y me faltan autores.

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Años y años me duró un amor platónico por un guapo-guapo. Lo conocí cuando tenía 15 años y le confesé mi amor a los 20. Era alto, de mentón pronunciado, ojos grandes, cejas pobladas y mirada profunda. Era guapo, guapo y lo amaba por guapo porque no podía amarlo por más. No le conocía más que el rostro y el cuerpo y el andar seguro que veía siempre desde lejos.
Antes de cumplir 21 años decidió darme una oportunidad y antes de cumplir los 21 decidió quitármela. Desde entonces no me fijo en guapos-guapos para cosa seria ni para nada. No les tengo confianza.
Todavía no encuentro ni me encuentra el amor.